Juicio a un rey

Hace más de 350 años, en concreto el 1 de enero de 1649, Carlos I de Inglaterra y Escocia fue acusado de "tirano, traidor, asesino y enemigo público e implacable de la Commonwealth de Inglaterra". Costó sentar al monarca en el banquillo porque los parlamentarios no estaban por la labor, por mucho que Cromwell se empeñara. Ni siquiera los jueces, pues de 135 desginados para el proceso tan sólo se presentaron 68. Pero al fin lo consiguieron.

Durante el juicio, el rey Carlos renunció a su defensa, alegando que no reconocía la autoridad de los magistrados ni la validez del proceso. Su actitud arrogante se mostró en un gesto que al Tribunal no le pasó desapercibido: ni siquiera se descubrió, quitándose el sombrero como señal de respeto. Cuando el veredicto le sentenció a muerte, fue entonces cuando el monarca comenzó a defenderse, pero ya era demasiado tarde.

Carlos I fue ejecutado el 30 de enero de 1649. Era un día frío y se le permitió un último paseo por St. James con su perro. Consumar la pena tampoco fue fácil: su verdugo se negó y los siguientes candidatos también. Al final, se consiguió un voluntario, que cobró 100 libras a condición de cubrirse la cara para que nadie le reconociera. Y la cabeza rodó.

El 6 de febrero de 1649 el Parlamento abolió la monarquía, alegando que esa institución era "innecesaria, gravosa y peligrosa para la libertad, la sociedad y el interés público del pueblo". En 1660 llegaría Carlos II, hijo del tirano ejecutado, subiría a la Corona, juzgaría a quienes llevaron a su padre al patíbulo y los ejecutaría.

Aprendamos de la historia: juzguemos, sentenciemos -sin pena de muerte, por supuesto- y no dudemos en abolir la monarquía por los mismos motivos que lo intentaron los ingleses en el siglo XVII... y que no vuelva.