Mi abuela se cansó de esperar
Mi abuela y mi abuelo estuvieron juntos toda vida. Toda. Se amaban
tanto que no había adversidad que pudiera con su unión. Cuando mi abuelo
con 16 años recién cumplidos se fue a combatir con el bando republicano a la Guerra Civil,
mi abuela no dudó en esperarle. Tres largos años con la angustiosa
incertidumbre de si su amado volvería vivo y, en caso de conseguirlo, si
no llegaría lisiado por la metralla de algún mortero. No fue así, llegó
vivo, aunque no sé si a salvo de saber que muchos de los que luchaban
en el otro bando ni siquiera sabían por qué luchaban con los paisanos
que había visto toda su vida por allí.
Terminada la guerra, la dictadura franquista volvió a llevarse a mi abuelo; esta vez alguna mente iluminada del régimen fascista debió pensar que tres años guerra no habían sido instrucción militar suficiente y obligaron a mi abuelo a hacer el servicio militar. Me falla la memoria y en estos momentos, cuando escribo desde las entrañas, no soy capaz de recordar si fueron dos o tres años los que, de nuevo, mi abuela tuvo que esperar al que sería el padre de sus cuatro hijos, tres varones y una mujer de los que cualquier progenitor se sentiría orgulloso.
Daba igual cuanto hubiera que esperar y si por el camino, incluso, hubiera que pasar una viruela. Mi abuela siempre fue paciente, fuerte, jovial, de esas personas que siempre parecen restar importancia a las cosas que la tienen, aunque por dentro, como buena cordobesa, ella se preparara su propio salmorejo de realidad.
Pasaron los años y con ellos ocho nietos y siete bisnietos maravillosos y el bueno de mi abuelo, aquel que me había contado historias de la guerra, de cuando trabajaba en la fábrica de la Pegaso o cómo había que cazar saltamontes con una cajetilla de cigarros ya no pudo recordar nada de todo aquello. El Alzheimer se apoderó de él y terminó por dejar de interactuar con todos nosotros. El deterioro cognitivo avanzó terminando por dejarle anclado al sillón, sin ni siquiera poder caminar. Y con todo, en su lucha constante, fue el protagonista de un artículo en El Mundo con el que buscaba sensibilizar acerca de esta terrible enfermedad. Ojalá, de algún modo, fuera consciente de lo feliz que había sido en su vida.
Durante todos estos años, mi abuela siempre estuvo con él, siempre le esperó. A pesar de que los huesos y la artrosis ya no la respetaban, ella seguía cocinando, preparando a su marido sus batidos y sus gelatinas... cuidándole todo lo que su vejez, superada la barrera de los 90 años, le permitía. Hasta el domingo pasado, cuando mi abuelo murió. No pudo con la última crisis que le sobrevino y su pobre corazón se apagó. Doce días antes de entrar en el Ramón y Cajal, me abuela había sido ingresa por tener problemas respiratorios. Cuando le dieron el alta el viernes pasado, ante siquiera de que alguien le dijera algo, ella ya sabía que su marido no estaba bien. El sábado lo ingresarían con el fatal desenlace un día después.
Han pasado cuatro días desde el entierro de mi abuelo y ayer, mi abuela tuvo que ingresar en Urgencias de nuevo. ¿El motivo? El mismo que la vez anterior, fatiga, inapetencia y problemas para respirar a pesar de que le habían dado el alta hospitalaria conectada a una botella de oxígeno. La sorpresa vino cuando, tras hacerle una analítica, detectaron una infección que, incluso, dijeron que se podía deber a su estancia anterior en el hospital. Con todo, ayer mismo le dijeron que en dos días estaría en casa.
A las 16:24 de la tarde me telefoneaba mi padre para comunicarme el fallecimiento de mi abuela. Cuando he visto "Papá" en el móvil, pensaba que era para decirme el número de la habitación, porque esta misma tarde iba a ir a verla. Pero no. Nunca llegó a esa habitación. Mi abuela se ha muerto tras permanecer más de 24 horas en un box de Urgencias del Hospital Ramón y Cajal por un trastorno que "era cuestión de dos días". Se cansó de esperar. Toda una vida de sacrificios, de impuestos y trabajo duro para que la Sanidad Pública no sea capaz de subirla a una habitación en más de un día.
Esa es la pura realidad y por la que no me importaría tener a Ignacio González delante mío ahora mismo. Sin embargo, la idea romántica que no me puedo quitar de la mente es que se cansó de esperar porque, sencillamente, no tenía a quién esperar. El gran amor de su vida ya se había ido y era ella la que no quería hacerle esperar a él. Se fue. Mi abuela se cansó de esperar.
Terminada la guerra, la dictadura franquista volvió a llevarse a mi abuelo; esta vez alguna mente iluminada del régimen fascista debió pensar que tres años guerra no habían sido instrucción militar suficiente y obligaron a mi abuelo a hacer el servicio militar. Me falla la memoria y en estos momentos, cuando escribo desde las entrañas, no soy capaz de recordar si fueron dos o tres años los que, de nuevo, mi abuela tuvo que esperar al que sería el padre de sus cuatro hijos, tres varones y una mujer de los que cualquier progenitor se sentiría orgulloso.
Daba igual cuanto hubiera que esperar y si por el camino, incluso, hubiera que pasar una viruela. Mi abuela siempre fue paciente, fuerte, jovial, de esas personas que siempre parecen restar importancia a las cosas que la tienen, aunque por dentro, como buena cordobesa, ella se preparara su propio salmorejo de realidad.
Pasaron los años y con ellos ocho nietos y siete bisnietos maravillosos y el bueno de mi abuelo, aquel que me había contado historias de la guerra, de cuando trabajaba en la fábrica de la Pegaso o cómo había que cazar saltamontes con una cajetilla de cigarros ya no pudo recordar nada de todo aquello. El Alzheimer se apoderó de él y terminó por dejar de interactuar con todos nosotros. El deterioro cognitivo avanzó terminando por dejarle anclado al sillón, sin ni siquiera poder caminar. Y con todo, en su lucha constante, fue el protagonista de un artículo en El Mundo con el que buscaba sensibilizar acerca de esta terrible enfermedad. Ojalá, de algún modo, fuera consciente de lo feliz que había sido en su vida.
Durante todos estos años, mi abuela siempre estuvo con él, siempre le esperó. A pesar de que los huesos y la artrosis ya no la respetaban, ella seguía cocinando, preparando a su marido sus batidos y sus gelatinas... cuidándole todo lo que su vejez, superada la barrera de los 90 años, le permitía. Hasta el domingo pasado, cuando mi abuelo murió. No pudo con la última crisis que le sobrevino y su pobre corazón se apagó. Doce días antes de entrar en el Ramón y Cajal, me abuela había sido ingresa por tener problemas respiratorios. Cuando le dieron el alta el viernes pasado, ante siquiera de que alguien le dijera algo, ella ya sabía que su marido no estaba bien. El sábado lo ingresarían con el fatal desenlace un día después.
Han pasado cuatro días desde el entierro de mi abuelo y ayer, mi abuela tuvo que ingresar en Urgencias de nuevo. ¿El motivo? El mismo que la vez anterior, fatiga, inapetencia y problemas para respirar a pesar de que le habían dado el alta hospitalaria conectada a una botella de oxígeno. La sorpresa vino cuando, tras hacerle una analítica, detectaron una infección que, incluso, dijeron que se podía deber a su estancia anterior en el hospital. Con todo, ayer mismo le dijeron que en dos días estaría en casa.
A las 16:24 de la tarde me telefoneaba mi padre para comunicarme el fallecimiento de mi abuela. Cuando he visto "Papá" en el móvil, pensaba que era para decirme el número de la habitación, porque esta misma tarde iba a ir a verla. Pero no. Nunca llegó a esa habitación. Mi abuela se ha muerto tras permanecer más de 24 horas en un box de Urgencias del Hospital Ramón y Cajal por un trastorno que "era cuestión de dos días". Se cansó de esperar. Toda una vida de sacrificios, de impuestos y trabajo duro para que la Sanidad Pública no sea capaz de subirla a una habitación en más de un día.
Esa es la pura realidad y por la que no me importaría tener a Ignacio González delante mío ahora mismo. Sin embargo, la idea romántica que no me puedo quitar de la mente es que se cansó de esperar porque, sencillamente, no tenía a quién esperar. El gran amor de su vida ya se había ido y era ella la que no quería hacerle esperar a él. Se fue. Mi abuela se cansó de esperar.
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