Que no nos alcance la cotidiana indiferencia
La fotografía del cadáver boca abajo de un niño
en las costas turcas sobrecogió al mundo entero. Se llamaba Aylan y su
cuerpo sin vida golpeó todas las conciencias con el drama de los
refugiados, como si las imágenes que habían desfilado previamente ante
nuestros ojos, esas en las que un padre carga con su niño, esas en las
que decenas de personas se arrastran bajo las concertinas y corren como
alma que lleva el diablo con el terror desfiguarando su rostro, no
tuvieran entidad suficiente para sacarnos de nuestro ensimismamiento.
La crudeza de una vida inocente tan joven -tenía tres años- arrancada de cuajo es mucho más impactante, nos remueve las entrañas, despertándonos de esa cotidiana indiferencia que hace tanto tiempo que se apoderó de nuestro ser. La imagen de un niño muerto o sufriendo es mucho más poderosa que la de una decena de cadávares adultos, porque representa la inocencia en estado puro, porque de un solo golpe de vista llama a nuestra mente al pasado, a nuestra feliz infancia; al presente, a nuestros hijos; y al futuro, el que Aylan ya no tendrá.
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La crudeza de una vida inocente tan joven -tenía tres años- arrancada de cuajo es mucho más impactante, nos remueve las entrañas, despertándonos de esa cotidiana indiferencia que hace tanto tiempo que se apoderó de nuestro ser. La imagen de un niño muerto o sufriendo es mucho más poderosa que la de una decena de cadávares adultos, porque representa la inocencia en estado puro, porque de un solo golpe de vista llama a nuestra mente al pasado, a nuestra feliz infancia; al presente, a nuestros hijos; y al futuro, el que Aylan ya no tendrá.
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