Menores y móviles: Prohibir por ley nuestro fracaso educando
Vivimos una movilización creciente a favor de restringir a los niños y niñas el uso de teléfonos móviles. El detonante de estas acciones han sido las últimas noticias de agresiones entre menores y la detección del intercambio de pornografía y contenido violento en canales de WhatsApp que utilizaba alumnado de primeros cursos de ESO. Quienes solicitan atajar esta problemática con recogidas de forman quieren que se prohíba por ley. ¿Se está intentando legislar una vez más en caliente?
Hace muchos años, demasiados ya, que los expertos llevan alertando sobre los efectos nocivos del abuso de las pantallas digitales –móviles, tabletas…- en el desarrollo de los más pequeños. A pesar de ello, la edad media a la que acceden al móvil es de 11 años, según un estudio de UNICEF, que también revela que el 94,8% de los adolescentes de entre 11 y 18 años dispone de teléfono propio con conexión a internet.
Mientras manejamos semejantes estadísticas, vemos cómo se ponen en marcha diversas campañas de recogidas de firmas –decenas de miles ya- para prohibir por ley el uso de móviles a menores de 14 y 16 años. La primera pregunta que surge es obvia: ¿cuántas de las personas que han firmado le compraron a su hijo o hija su primer móvil a los 11 o 12 años? ¿Realmente es necesario legislar con prohibiciones o es más urgente ponernos manos a la obra con la educación?
Nadie obliga a padres y madres a comprar teléfonos móviles a sus hijos a edades tan tempranas; tampoco a concederles barra libre de uso en comidas, reuniones con amistades y familia, etc. Sencillamente, es más cómodo. Ello deriva en que Unicef advierta que solo el 36% de niños/niñas y adolescentes están menos de dos horas al día frente a las pantallas. ¿Qué podemos esperar de ellos si los adultos no somos ejemplo, precisamente, de buenas prácticas?
Según recientes estudios, una de cada tres personas consulta el móvil más de 100 veces al día… y escasa me parece esta estadística, pues si descontamos las horas de sueño, obtenemos una media aproximada de una consulta cada diez minutos. Hace muchos años que organizaciones como Proyecto Hombre incorporaron los teléfonos móviles a su abanico de adicciones a tratar. Se han extendido trastornos bautizados como FOMO (Fear Of Missing Out), esto es, el miedo a perderse algo, un fenómeno que no es nuevo y ya comenzó a aparecer hace casi dos décadas. Las consecuencias de esta adicción son irritabilidad, alteración del sueño y falta de atención y concentración.
Hasta aquí ya tenemos varias acciones que emprender antes de plantearnos ilegalizar el acceso a los móviles para menores: No ser nosotros quienes les compramos el dispositivo a los menores, enseñarles cuánto y cómo han de utilizarlo y darles ejemplo de ello. No parece tan complicado, pero las estadísticas nos dicen que no se cumple con ninguna de las tres en buena parte de los casos. Saber que el abuso de las pantallas perjudica seriamente el desarrollo de nuestros pequeños tampoco parece motivar lo suficiente para educar bien.
Dicho esto, el legislador tiene trabajo por hacer, pero nada tiene que ver con prohibir el acceso al móvil o a las tabletas. Los reguladores están tardando demasiado en tomar medidas para regular el acceso a la pornografía, cuyo primer contacto en España ya ha bajado a los ocho años. En esta misma línea, el mayor desencadenante de adicciones al móvil no es el dispositivo en sí, sino las aplicaciones que se ejecutan en él, en especial las redes sociales, diseñadas con perversas técnicas como el scroll infinito, esa navegación ininterrumpida que prolongan el tiempo de permanencia en ellas, prácticamente hipnotizando al usuario o usuaria. Ahí el legislador tiene mucha tarea pendiente, acabando con esa tendencia a desarrollar aplicaciones adictivas por diseño.
El teléfono móvil, las tabletas o cualquier otro dispositivo de conexión a la red no actúan, por ejemplo, como el alcohol o el tabaco, que independientemente de la cantidad que consuma el menor es perjudicial para su salud. Estos dispositivos móviles pueden traer también grandes beneficios, pero es preciso educar para su correcta utilización como parte del aprendizaje a lo que tendrán que enfrentarse en su vida adulta. No podemos pedir al legislador que supla nuestro papel como educadores de nuestros hijos e hijas, como tampoco es justo derivar toda esa responsabilidad a la escuela. No erremos otra vez. Si no me creen, consúltenlo en el móvil.
(Artículo publicado en Público)
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